Si el principal activo son las personas, su unión es Ubuntu. Una pequeña muestra de la gran aportación que esta región puede hacer al mundo de los negocios.
«El mundo necesita Ubuntu». Con esta única afirmación —y cientos de caras de extrañeza— concluyó Bill Clinton su intervención en una convención del Partido Laborista británico celebrada en Manchester el año pasado. Un deseo extraído directamente de la filosofía bantú, utilizada como base de la lucha contra el apartheid, y que se resume en un sencillo pensamiento: «Yo soy porque nosotros somos». Junto al ex presidente de Estados Unidos cada vez son más los políticos, pensadores, escritores y artistas que han comenzado a ver en esta corriente del renovado humanismo africano todo un referente para la nueva sociedad.
Lo primero, la comunidad
El Ubuntu es sólo una muestra de la aportación del continente negro al mundo de la empresa, donde cada vez tendrá más que decir sobre relaciones humanas. Así pues, y si, hoy por hoy, el principal activo de la compañía son las personas: mañana puede ser la comunidad, entendida como un único empleado. Como en la tribu Ubuntu: el hombre (trabajador) lo es en reconocimiento y respeto del otro (compañero); si la comunidad (organización) se enfrenta a la opción decisiva entre riqueza (rentabilidad) y preservación de la vida (bienestar del trabajador), primará la segunda; y el rey (directivo) desempañará su labor bajo el consenso, propiciando la autonomía del resto de la tribu (empresa) y equiparándose en trabajo y obligaciones a sus súbditos (empleados).
Sin embargo, Lluis Renart, profesor del departamento de Dirección Comercial del IESE y experto conocedor del mundo empresarial en África, pide cautela: «El sentimiento de comunidad de estos pueblos a veces perjudica la rentabilidad de la compañía. He oído hablar de empresarios que han aplicado este tipo de filosofía a sus negocios y, al final, han tenido que marcharse del país para que su compañía fuera rentable».
«Es, en definitivas cuentas, la diferencia entre dos formas de entender la sociedad y la empresa —prosigue este experto haciendo referencia a Hofstede y su obra Culturas y organizaciones—: es la división entre el individualismo y el colectivismo. Este último se apoya en aquellas sociedades en que, desde su nacimiento, las personas forman parte de un grupo al que le debe una lealtad que no se cuestiona, que es inasequible al desaliento». «Es una buena filosofía siempre que se haya llegado a una estabilidad económica», concluye.
De Lesotho al “software” libre
Unyawo – Alunampumlo (el pie no tiene nariz) es un proverbio en lengua xhosa que habla de la dificultad de aquél que lo ha dejado todo (pie) para luego distinguir (oler) el peligro, y que sintetiza a la perfección la preocupación y esencia del pensamiento Ubuntu: la responsabilidad de la comunidad en velar, sin petición previa, por los más indefensos y vulnerables, porque de ahí nace la verdadera fortaleza de la comunidad.
Esta filosofía obtuvo su máxima intensidad tras la masacre de Lesotho en 1858 y fue heredada por la lucha contra el apartheid sudafricano. Nelson Mandela, uno de sus principales baluartes, sintetizaba el espíritu de ambas referencias con la siguiente afirmación: «En Sudáfrica, cuando un viajero llegaba a uno de nuestros pueblos, no tenía que pedir agua o comida, porque las personas se la daban. La pregunta es: ¿vas a comportarte de tal manera que permitas el crecimiento de la comunidad que te rodea? Eso es Ubuntu». Y mucho más. Al margen de ser el núcleo de la jurisprudencia tradicional africana, el Ubuntu también es una plataforma de software libre que cada día gana más adeptos a escala internacional, y que ha hecho al primer mundo volver los ojos a un continente que, pese a su situación, todavía tiene mucho que enseñar al mundo occidental.
Lecciones de humanidad desde otro continente
Pese a su valor, los expertos en Ubuntu no enarbolan esta filosofía como respuesta a los males de Occidente. Es más, ven en esta corriente un principio consustancial al ser humano que subyace en otras culturas o religiones, como la budista, donde el principal valor de la persona y su obra responden a la espiritualidad y la conciencia de comunidad.
Desde Sudáfrica, Annie Coetzee, experta en desarrollo humano e inteligencia emocional, reconoce que «es imposible que los europeos asuman una filosofía basada en una identidad que nada tiene que ver con la suya». Sin embargo, sí que defiende su aplicación al mundo de la empresa a través de la implantación de un entorno de participación e integridad. «El Ubuntu dirige nuestra atención al valor emocional que implica pertenecer a una comunidad de negocios –explica– donde a cada persona se la trata como la parte de un todo. Ningún área de la empresa puede funcionar sin la otra».
Un universo interconectado donde para Coetzee, que acaba de publicar El poder de la vida creativa, lo más importante es la dignidad y el respeto. «La esencia del ser humano, como en su día describió el Arzobispo Desmond Tutu; las raíces del Ubuntu se asientan directamente en el corazón de la lucha por la humanidad como sentimiento y como comunidad de personas», concluye.
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