Memorias de Justo Lerancia
Cuanto más sabemos sobre el impacto de las emociones en el comportamiento humano y en los resultados de negocio, más hemos de convencernos de la importancia del optimismo en todas las tareas de la vida. Basten un par de pinceladas al respecto: Las más recientes investigaciones establecen una correlación de hasta el 95% entre el optimismo y la motivación de logro, esa actitud de perseverar hasta alcanzar lo que uno se propone. Luis Rojas Marcos, en su libro “La fuerza del optimismo”, establece que en cualquier contienda entre dos candidatos, gana el más optimista de los dos (no deberían olvidarlo aquellos políticos que fomentan la crispación).
¿Qué es un optimista? Aquél que tiene un especial estilo de respuesta: asume el error como algo puntual, circunstancial, externo y de lo que aprender. El éxito es, en consecuencia, personal, continuado e interno. El pesimista es quien asume la derrota como permanente y el triunfo como algo momentáneo y no debido a uno mismo. ¿Quién dijo que un pesimista es “un optimista bien informado”? Todo lo contrario: ninguno de nosotros sabe lo suficiente como para (de manera arrogante) quejarse de su suerte. El optimismo no sólo es útil: es una importante medida de salud mental.
Se puede (y se debe) aprender a ser optimista, puesto que, de hecho, el entorno (los medios de comunicación, los profesores, los dirigentes) hacen lo posible por convertirnos en pesimistas. Antes del 11 S, el ratio entre malas y buenas noticias era de 50 a 1. Tras el ataque a las Torres Gemelas, el miedo se ha convertido en el gran arma “informativa”, lo que reduce la autoconfianza y el optimismo de los ciudadanos. Algunas cadenas de radio y televisión locales incluyen “la buena noticia del día” (única, forzada) ante tanta desgracia.
Debemos reivindicar la importancia del optimismo, de un optimismo maduro, inteligente, que sepa reflexionar con perspectiva y sin victimismos apocalípticos. En términos prácticos, en las organizaciones debemos atraer, mantener y desarrollar a los optimistas, porque los “necrófagos” (los que se alimentan de la calamidad, los que lanzan rumores destructivos y parecen cebarse con el mal ajeno) son dañinos para quienes les rodean. Debemos estimular un estilo optimista en las relaciones laborales (no he conocido a ningún auténtico líder, a cualquier nivel de una organización, que no sea de naturaleza optimista), en los equipos, en la sana ambición del proyecto empresarial.
En el mundo actual, las expectativas determinan en buena medida los resultados finales. Como en toda alta competición, quienes creen que pueden, “tienen razón”; quienes creen que no pueden, también la tienen (razón y emoción son indisociables). Tal es el impacto del optimismo. ¿El optimismo como “disciplina” en las escuelas de negocios, como asignatura en las escuelas, como programa de televisión? No sería ninguna locura. De hecho, es mayor locura no considerar el optimismo en lo que vale, desprestigiar a los optimistas como ingenuos superficiales y seguir reivindicando un estilo de hacer negocios tristón, oscuro, gris y nada atractivo.
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